El avión saltaba con mi miedo adentro. Sagaz y comprensiva, la azafata se inclinó sonriente y me preguntó si quería tomar algo. “Un martini” le susurré. Al oírme, mi vecino de asiento, quien tenía la impasibilidad de un caballero inglés, me comentó: “Ud. debe ser una persona civilizada”.
Asentí desviadamente al enigmático elogio. En ese momento, civilización significaba para mí un sosegado aterrizaje. “Es curioso” continuó mi vecino, “que según un articulista del Washington Post, Tony Korshener, la economía de Washington DC. está tan quebrantada que la única moneda que circula en la ciudad es el peso mexicano. Y, sin embargo, el propio periódico da cuenta de que el “martini” se ha vuelto el trago más popular en toda la ciudad”.
“¿Qué tiene eso de curioso?”, me animé a preguntarle mientras escrutaba ansiosamente el pasillo en espera de la azafata. “En realidad nada” me respondió filosóficamente, “en realidad es lo más natural del mundo. El “martini” es la bebida perfecta para épocas de decadencia. Creado a fines del siglo XIX, cuando se le llamaba Martínez, se popularizó en la década de los Treinta, cuando vivíamos bajo la sombra de la Depresión. El “martini” era el último consuelo de los banqueros arruinados que se desfenetraban sobre las aceras de Wall Street. Y hoy, cuando vivimos bajo la sombra de Kato, Ito, Madonna, y todo el teatro del juicio de O.J. Simpson, es muy lógico que sea el último consuelo de los civilizados”.
El fascinante comentario no me calmó lo suficiente como para promover comentarios.
“La relación entre la bebida y el carácter de los pueblos debería ser mejor conocida” reflexionó el ciudadano, “Mientras los romanos tomaron los fuertes vinos de Toscana fueron invencibles, cuando comenzaron a probar los dulces viñedos de la Galias se debilitaron y fueron arrasados por los bárbaros. El imperio inglés duró mucho más porque los británicos, como los vikingos, no tenían vino y estaban obligados a ingerir bebidas fuertes”.
Para entonces, la azafata me había traído mi “martini”, el avión saltaba menos y un calor interior me inclinaba al diálogo. “¿Y los rusos?”, le pregunté a mi vecino. El individuo no pareció escucharme.
“Es posible que los bebedores terminen por proyectar el carácter de la bebida que consumen. El tequila, por ejemplo, es una bebida revolucionaria y violenta, que conjura imágenes de galopes, corridos y disparos. El champán, en cambio, es una bebida aristocrática y civilizada que se disfruta verdaderamente cuando la cortesía ha sido restablecida y la violencia se ha reducido a esas burbujas radiantes que pasmaron a aquel benemérito monje de Perignon.”
El señor me miró de pronto como si me viera por primera vez y añadió.
“Ustedes mismos, los cubanos –el tipo es un genio, pensé, ¿como descifró mi acento? — ustedes no pueden tomar hoy un “Cuba Libre”. Los exiliados no tienen a Cuba y los de Cuba no son libres. Por eso tienen que limitarse a pedir Bacardí con Coca Cola. Lo cual demuestra” añadió con súbita risa, “que Fidel Castro es el peor “bartender” del mundo, ¡en treinta y seis años no ha logrado hacer un “Cuba Libre!”
Esperé a que su risa se desvaneciera sobre mi placidez antes de reiterarle, con una vengativa insistencia…
“Los rusos toman vodka y su imperio duró poco”. “Eso ocurrió mi amigo”, señaló el “gentleman”, “porque el socialismo es un duro fracaso. Durante la Segunda Guerra Mundial, los alemanes se sorprendían ante la resistencia de los soldados rusos. Después de la victoria, para ahorrar rublos, Stalin comenzó a adulterar al vodka y a diluirlo con turbios elementos. En tres décadas, los más inteligentes soviéticos se habían convertido zombies. Por esas razones Mao Ze Zung rompió con Moscú. Para 1990 los generales soviéticos no eran ya capaces ni de organizar un simple golpe militar”.
“Pero cuál es el simbolismo del “martini?”, le pregunté con amigable ironía, “hay algo más en una bebida asociada con James Bond y su famoso “shaken not stir?”.
“Amigo”, me respondió el vecino, “No subestime a Ian Fleming. James Bond fue el último “gentleman” de la literatura británica. Pero permítame apuntarle que el “martini” es el único producto elitista que ha creado esta magnífica democracia. El “martini” no se toma en todas partes ni lo pide todo el mundo, su creación requiere un exquisito conocimiento y, sobre todo, sólo a ciertas horas nos muestra su magnificencia. Como el búho, símbolo de la sabiduría, el martini sólo tiende sus alas al atardecer. Y no se olvide que en su seno florece el primer paso hacia la unidad de las naciones. La ginebra inglesa, el vermouth italiano y la aceituna española son una trilogía de amor”
Las imágenes eran impresionantes. Pero el avión se había calmado y allá abajo se nos delineaba ese mar luminoso que es siempre retorno, bajo cuyas olas, según dicen los poetas, “duermen las verdes ninfas que le han dado vida a sus islas”.
Y me quedé sin escuchar la última explicación sobre el simbolismo del martini.
Abril 1995
Autor desconocido